La coherencia en política: una virtud que muchos prefieren enterrar
Dirigente Político y Comunicador
Hablar de coherencia en política parece casi un chiste. Se supone que debería ser algo básico: decir lo que uno cree y actuar en consecuencia. Pero en la práctica, pocos están dispuestos a sostenerla cuando les empieza a costar votos, aliados o comodidad.
No estoy diciendo que cambiar de opinión sea malo. Todos tenemos derecho a evolucionar, sobre todo si la realidad nos demuestra que estábamos equivocados. Lo que no se vale es acomodarse como veleta: hoy digo una cosa, mañana la contraria, y pasado invento una excusa. Todo, claro, para quedar bien con quien tenga más poder en ese momento.
En estos tiempos donde las redes sociales marcan la agenda, la coherencia tiene cada vez menos espacio. Lo que se premia es el espectáculo, la frase pegajosa, la indignación prefabricada. Mientras tanto, quienes intentan ser coherentes, asumir posturas impopulares o defender ideas sin disfrazarlas, quedan sepultados por la bulla del día.
Hay algo peor que la incoherencia: la normalización de la mentira. Cuando un político dice una cosa y hace otra sin ningún costo real, el mensaje para la sociedad es devastador. La gente termina descreída, cansada de esperar algo mejor. Y el peligro es que la desilusión se convierte en indiferencia. Y la indiferencia abre la puerta a cualquier cosa.
El problema de esta incoherencia disfrazada de estrategia es que termina contaminándolo todo. La gente deja de creer. Y cuando la política se llena de oportunistas que saltan de discurso en discurso, se vuelve casi imposible diferenciar a quien cree en algo de quien solo quiere sentarse en una silla.
Muchos políticos subestiman a la gente. Creen que nadie se da cuenta de esas contradicciones. Pero la verdad es que todos lo notan. Solo que llega un momento en que la decepción es tal, que la gente deja de exigir. Y ahí ganan los de siempre.
Ser coherente duele. Porque implica sostener una postura incluso cuando no hay aplausos, cuando implica perder elecciones, cuando toca incomodar aliados. Significa tragarse el costo de decir la verdad sin disfrazarla. Es más fácil prometerlo todo y justificarlo todo después. Pero, ¿qué país serio se construye así?
Un político coherente puede equivocarse mil veces. La diferencia es que no le huye a su error. Lo asume, lo explica y sigue caminando sin disfrazar quién es. Eso, hoy, es casi revolucionario.
Por eso siempre lo digo: si queremos que la política cambie, tenemos que exigir coherencia. De nada sirve quejarse de la mentira si después premiamos al que más bonita la cuenta. Necesitamos menos discursos de ocasión y más ejemplos que aguanten la tormenta sin agachar la cabeza.
La coherencia no viraliza. No te hace trending topic. Pero sin ella, la política pierde el poco sentido que le queda. Y este país necesita menos figuras “carismáticas” y más gente con carácter y principios. Esos que,o aunque pierdan elecciones, ganan algo más importante: la confianza de saber que no están aquí solo para servirse.
Porque sin coherencia, la política es solo un circo. Y ya es hora de sacar a los payasos
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