Hay hombres que no buscan servir, sino brillar. Son luciérnagas del ego: alumbran solo para que los vean, no para iluminar el camino de nadie.
En cada pueblo hay uno. Ese que no puede ver una reunión sin querer sentarse al frente. El que no siembra, pero quiere recoger; el que no pone un block, pero quiere cortar la cinta. Anda por ahí, oliendo actividades, asomando la cabeza donde se hable de progreso, solo para después torcer el rumbo de lo que la comunidad intenta enderezar.
Se disfraza de líder, pero su alma está vestida de ego. No construye, sino que vigila, anota y lleva cuentos. Cuando no puede mandar, se dedica a envenenar, a dividir, a sembrar dudas entre hermanos y a manchar los nombres de quienes trabajan de verdad. Es el tipo de gente que pone sonrisa en el rostro y veneno en la lengua.
Su oficio no es ayudar, sino infiltrarse. Se cuela en asociaciones, en grupos culturales, en juntas de vecinos y hasta en las luchas por la tierra o el medio ambiente, pero no por amor a la causa, sino por amor al beneficio. Habla de comunidad mientras cobra de otro lado, juega a defensor mientras hace el papel de espía.
Y así, muy deslenguado, va haciendo daño. Destruye la confianza, desanima a los jóvenes, divide familias y marchita las flores del esfuerzo ajeno. Pero los pueblos, aunque callen, ven. Y aunque a veces la verdad camine despacio, siempre llega primero que el rumor.
#PD: Cualquier parecido con una realidad cercana, es puritita coincidencia.