Por Héctor Julio Peña
 
El reciente final violento de José Eduardo Ciprián Lebrón, alias Chuky, vuelve a poner en entredicho el rumbo de nuestra justicia.Condenado por el atentado contra David Ortiz en 2019, fue beneficiado con una libertad condicional en noviembre de 2024 que nunca debió otorgarse. 

El Ministerio Público advirtió de su peligrosidad, pero el tribunal prefirió confiar en cartas de arrepentimiento y certificados de cursos. La consecuencia era previsible: un criminal de alto riesgo volvió a las calles, y poco después terminó abatido en circunstancias aún sospechosas.

Sin embargo, lo más inquietante no es solo la ligereza judicial que lo liberó. Es el silencio frente a quienes lo mataron. Todos hablan de Chuky, pero muy pocos se preguntan: ¿quiénes son los sicarios que lo ejecutaron y por qué siguen libres?

Una doble amenaza

El caso refleja dos grietas profundas. La primera: una justicia que, en nombre de la reinserción, comete actos de ingenuidad que exponen a la sociedad. La segunda: un Estado que parece tolerar, de manera implícita, el sicariato como una especie de “limpieza social”.

Si los asesinos de Chuky no son perseguidos con la misma firmeza con que se condenó su delito, se envía un mensaje aterrador: que hay muertes que se justifican, siempre y cuando la víctima tenga un pasado criminal. Esa es una pendiente peligrosa, porque hoy se aplaude la ejecución de un convicto, pero mañana la víctima podría ser cualquier ciudadano incómodo para alguien con dinero o poder.

Patente de corso

Convertir a los sicarios en justicieros de facto es darle a la violencia organizada una patente de corso. Y cuando el crimen adquiere legitimidad social, se vuelve incontrolable. Ningún país puede construirse sobre la base de la venganza privada ni de la justicia selectiva.

Una lección urgente

El caso Chuky nos deja dos advertencias: una justicia debilitada que toma decisiones sin medir consecuencias, y un Estado que, con su inacción, normaliza el sicariato. Ambas son expresiones de la misma crisis: la pérdida de autoridad legítima de la ley.

No se trata de defender delincuentes ni de restar importancia a sus crímenes. Se trata de recordar que un sistema que humaniza sin prudencia y que tolera ejecuciones extrajudiciales está condenado a fracasar.

Hoy fue un convicto, mañana puede ser cualquiera de nosotros.